El inventor de este artefacto, por ahora secreto, era Manuel Daza Gómez, antiguo alférez carlista capturado en Fortuna —Murcia— en 1874 y exiliado desde entonces en Yecla donde residía con su familia. El Sr. Daza —como se referirán a él los periódicos de la época— había nacido en Alhama de Murcia en 1853, estudió en Lorca y continuó su formación en París, donde era miembro de la Sociedad de Inventores. Su amistad con el teniente de navío Isaac Peral, padre del primer submarino torpedero, le hizo recorrer media España llevando la electricidad a poblaciones donde hasta entonces sólo existía alumbrado de gas o petróleo, y es que el Sr. Daza era un «notable electricista» (Noticias generales, 1898a, p. 2). Hasta 1897 había realizado ocho patentes eléctricas y tres mecánicas entre las que figuraban un generador eléctrico de corriente inducida —Sistema Daza— y una sonda eléctrica para la apertura de pozos.
La idea que le hizo visitar en Madrid al ministro de Guerra surgió en abril de 1897 cuando investigaba la mejora de una batería eléctrica en la que venía trabajando desde 1884; la mezcla de sustancias de «gran energía» (El toxpiro, 1898a, p. 2) lo llevaron a descubrir por casualidad un potente explosivo que después acabaría perfeccionando. Al principio pensó en destinarlo a la carga de obuses de artillería —tal y como ocurría con otras sustancias explosivas como la melinita, la dinamita o la roburita—, pero finalmente prefirió diseñar un nuevo proyectil que se adaptara mejor a las características de su descubrimiento.
El «cohete Daza»
Llegó a Sevilla comisionado por el Ministerio de Guerra —como dijimos al principio— a finales de la primavera de 1897 para realizar los planos de su proyectil con la participación del maestro de 1.ª clase de la Pirotecnia José Silva León, del personal facultativo y de la Real Fábrica de Artillería de Sevilla, donde se elaboraron las piezas de precisión. La construcción del artefacto era esmerada y difícil, por lo que los trabajos se prolongaron hasta diciembre bajo la atenta supervisión de Daza, que demostraba «conocimientos teóricos y prácticos, nada comunes, en mecánica» (La piedra filosofal, 1898, p. 5). El espíritu inventor de Daza lo llevó a colaborar, mientras se concluía su proyecto, en la fundición sevillana de José Cobián y Rual donde ideó una nueva forma de niquelar camas de hierro y la fabricación de cuadros de madera para bicicletas que las haría mucho más ligeras y económicas.
En diciembre se había terminado la fabricación de dos prototipos que fueron llevados a Murcia para ser armados y probados. Con formas y piezas diferentes a cualquier otro proyectil conocido, se basaban en una estructura cónica con aletas —que le aportaban estabilidad en pleno vuelo— y utilizaba el gas como fuerza motriz para mover una volandera con cuatro aspas solenoidales que producían una velocidad progresiva, similar a la generada en los cohetes multietapa; la ignición se originaba con un estopín eléctrico y su lanzamiento se llevaba a cabo desde un contenedor donde estaba alojado.
En su interior se producía un número de atmósferas «verdaderamente enorme» y disparado contra un navío se decía que no había barco «que pueda guardar el equilibrio por el gran vacío que en las aguas produciría su explosión […] tiene las ventajas de los torpedos sin los inconvenientes de éstos«, tal y como afirmaba un empleado de la Pirotecnia de Sevilla que trabajó en su fabricación (La piedra filosofal, 1898, p. 5).
Los ensayos de velocidad fueron un éxito para los artilleros que dirigieron la experiencia, y con estos buenos resultados regresó el Sr. Daza a Madrid para entrevistarse con el ministro Azcárraga. En el campo de tiro de Carabanchel se repitieron las pruebas, pero el proyectil mostró una serie de fallos de construcción que hicieron a Daza retirar el proyecto.
Ya en 1898, aprovechando la recién declarada guerra a EE.UU., presentó Daza una versión diferente de su proyectil ante el ministro de Marina, el almirante Ramón Auñón. Una comisión nombrada ex profeso pudo verificar en el campo de tiro de Carabanchel la viabilidad del artefacto que, sin embargo, carecía de precisión. Los trabajos de perfeccionamiento se llevaron a cabo en la Fábrica de armas de Trubia —Asturias— y posteriormente en la Maestranza de Artillería de Sevilla, donde la colaboración entre Daza y un teniente de artillería proporcionó «excelentes resultados» (El cohete Daza, 1898a, p. 1).
El nuevo cohete se componía ahora de dos partes: la superior cargada con 40 kg de explosivo y la inferior que contenía pólvora progresiva que impulsaba al artefacto. Como podemos apreciar, este nuevo cohete poco tiene que ver con el que Daza presentó en el Ministerio de Guerra hacía un año. Tras un estudio pormenorizado de las fuentes documentales que se conservan se colige que la transformación del invento se basó exclusivamente en la remodelación de la carcasa y la propulsión y no así de la carga de guerra, la cual desaparecerá en futuras experiencias y quedará sustituida por cualquier otra sustancia explosiva de uso corriente.
El bautismo del toxpiro
Las pruebas del proyectil —aun cargado con el explosivo descubierto por Daza— se desarrollaron en Cádiz a finales del mes de junio y contaron con la asistencia del ministro Ramón Auñón. La prensa sensacionalista se hizo eco de los ensayos y describió los resultados de una forma desproporcionada —que respondía a las supuestas intenciones de Edison de rociar a los barcos y soldados españoles con una lluvia eléctrica de alta tensión— que más pudiera relacionarse con la propaganda de guerra: «En una barcaza fueron colocados dos caballos, cuatro mulas y dos bueyes. La embarcación donde iban las personas que verificaron la experiencia se alejó 500 metros […] fue lanzado el proyectil Daza, que se vio caer a unos treinta metros del lugar […]. Pasado algún tiempo los experimentadores se acercaron […] y pudieron comprobar que los animales estaban muertos y que sus cuerpos, así como la barcaza, permanecían intactos. Si estas noticias son ciertas, el explosivo Daza debe contener un gas deletéreo, denso y difusible» (Daza, 1898, p. 2). Esta fue la razón por la que se le denominó toxpiro, que significa en griego «fuego venenoso». Podemos suponer la inquietud de los estadounidenses cuando la prensa enemiga —en su caso la española— advertía que el acorazado Pelayo, el más avanzado de la flota de España, contaba ya con lanzadores de toxpiros. La realidad era que las únicas pruebas que se llevaron a cabo las realizó el Sr. Daza cerca de Guadix, en las estribaciones de Sierra Nevada, mientras los rotativos lo ubicaban por error en Cádiz a bordo del Pelayo.
Ante la falta de decisión por parte de las autoridades —que ocasionó que algunos periódicos calificaran al invento como «el Suspiro» (El toxpiro, 1898b, p. 2)— el viernes 8 de julio el Sr. Daza visitó en Madrid al ministro de Marina exigiendo apoyo gubernamental para llevar su invento a la práctica cuanto antes. Al despacho ministerial asistieron el oficial de artillería de la Armada Antonio García, el oficial de la Escuela de Torpedistas José María Chacón y Pery y el oficial del cuerpo de ingenieros de la Armada Sorelló, los cuales recibieron el encargo de componer una comisión técnica que evaluara la Memoria del invento. Mientras tanto no solo la ciudadanía se preguntaba por la naturaleza del toxpiro, también lo hacía el Consejo de Ministros ante el que Ramón Auñón explicó los principios fundamentales del aparato y anunció una demostración pública en Carabanchel. El diario barcelonés La Dinastía (Notas sueltas, 1898, p. 1) escribió: «Todo se hace tarde en este país. […] cuando esta comisión haya dictaminado y pueda utilizarse el famoso invento —si es que sirve para algo— ya la guerra se habrá acabado quizás».
La prensa nacional e internacional no dejaba de echar leña al fuego, alimentando el espíritu de revancha de muchos españoles conmovidos por la reciente tragedia naval de Santiago de Cuba —el 3 de julio de 1898—, describiendo a los toxpiros como «terrible invención», «torpedos aéreos» o «cohetes extraordinarios», «si el cohete cae en un acorazado lo reduce a astillas; si cae cerca de él, lo sumerge. Un pequeño número de estos cohetes basta para destruir una ciudad entera» (El toxpiro, 1898a, p. 2). Esto originó una avalancha de suscripciones populares en apoyo al invento de Daza: el periódico El Mercantil Valenciano, el dueño de un café de Soria, las cigarreras de Madrid, las autoridades de Valencia, de Bailén o el Centro del Ejército y de la Armada fueron algunos de ellos.
El lunes 11, solo tres días después de ser formada, se reunió la comisión técnica en el despacho del ministro de Marina, reflejando en su informe motivos desfavorables para la fabricación del toxpiro que deberían ser explicados por el Sr. Daza.
Daza recibió ese mismo día a una delegación de jefes y oficiales del ejército que le prestaron su apoyo y visitó en compañía del ministro de Hacienda, Joaquín López Puigcerver, al presidente del gobierno Práxedes Mateo Sagasta, suponemos que para defender lo económico que resultaba la producción de su invento, ya que con sólo 50 000 duros —250 000 pesetas— y en quince días de trabajo se podían fabricar todos los toxpiros necesarios para atacar los puertos norteamericanos de la costa atlántica. «El toxpiro Daza, la salvación de la patria» fueron las palabras del presidente Sagasta (Don Manuel Daza, 1898a, p. 2).
El martes la comisión técnica, que ya había manifestado ante los medios que la Memoria del proyectil carecía de conocimiento científico, se limitó a realizar a Daza una serie de preguntas sobre su experiencia práctica, pues les parecía inconcluyente. Cuando Daza llamó la atención sobre el tipo de propulsión del proyectil uno de los vocales argumentó que eso resultaba indiferente, lo que desató una discusión en la que Daza los animaba a rebatir sus teorías, cosa que no lograron. A pesar de todo la comisión aconsejó un aumento de la carga explosiva y que lo construyera en la Escuela de Torpedistas de Cartagena para analizarlo después en el centro de ensayos de Torregorda —Cádiz—; Daza accedió a los cambios y ofreció sus antiguos prototipos para probarlos en Carabanchel, algo que la comisión tomó con cierto desdén.
Durante los días posteriores esperó inútilmente algún aviso del Ministerio y lo único que encontró fueron artículos de opinión donde los técnicos denigraban su invento. Esto le hizo escribir al ministro de Marina para expresar formalmente sus quejas y denunciar la incompetencia de la comisión. La respuesta del Ministerio fue devolverle la Memoria, quedando desde entonces el Sr. Daza con libertad de acción sobre su invento. «La correspondiente comisión técnica ha desaprobado el proyectil Daza. Era de suponer, porque ya es costumbre vieja en nosotros dar en las narices a todo aquel que se preocupe de algo serio. ¡Bah! ¡El toxpiro del Sr. Daza!» (Lanzadas, 1898, p. 3).
Los apoyos se sucedieron tanto en España como en el extranjero: una fábrica de Madrid se ofreció para la construcción de los toxpiros, le cedieron un terreno para realizar las pruebas, había contribuciones en metálico, adhesiones de localidades, incluso el Centro del Ejército y de la Armada creó una segunda comisión que avalaba el invento pero que finalmente fue disuelta por orden del Ministerio de Guerra para no entrar en conflicto con el de Marina. En una carta dirigida al pirotécnico bilbaíno Juan de Anta escribe Daza: «He tenido la poca suerte de llegar a ésta en momentos en que algunos creen que debemos ir a la paz a toda costa, y que bajo esa idea consideran inoportunas las esperanzas que las ventajas del toxpiro pueden despertar» (Insiste Daza, 1898, p. 3).
El toxpiro, sin ayuda gubernamental
Desde este momento el Sr. Daza desarrolló su invento sin el apoyo del Estado y de forma autónoma a pesar de haber recibido ofertas de dos individuos ingleses que se le presentaron en Madrid. En la fundición La Constancia de Linares se inició la construcción de 100 carcasas de toxpiros, al tiempo que Daza residía en Baeza con unos parientes, lo que hizo pensar que las pruebas se realizarían en esta localidad giennense. Los trabajos de perfeccionamiento se desarrollaron durante el mes de marzo en una fundición de Alicante tras lo cual los toxpiros quedaron terminados.
Todo un año permanecieron Daza y su invento olvidados tras los muros de su hogar en las afueras de Yecla hasta que una entrevista de José Martínez Ruíz —Azorín— los devolvió a la escena pública. Las tan esperadas pruebas se iban a realizar finalmente en esta ciudad.
Los días 4 y 5 de agosto de 1901 una comisión técnica formada por el capitán de artillería Díez Marcilla, el capitán de ingenieros Gálvez Delgado y el profesor de electrotecnia y director del Madrid Científico Federico La Fuente —enviado por el conde de Romanones, inversor del toxpiro—, corresponsales de El Imparcial, El Heraldo, La Correspondencia de España y El Liberal, así como un nutrido grupo de paisanos curiosos contemplaron con cierta intriga los cohetes del Sr. Daza.
Consistían en un tubo de hierro que servía de estuche para un cartucho de similares proporciones que albergaba la pólvora de combustión lenta; el tubo se cerraba con un cono, también de hierro, con diámetro superior al del cilindro; ambas piezas se ensamblaban por medio de una corona recorrida por pequeños agujeros que apuntaban hacia abajo. Por uno de estos agujeros se inflamaba la pólvora, lo que provocaba que los gases de la combustión salieran por los orificios en forma de chorros paralelos al eje del cilindro, impulsando el cohete hacia delante —esta idea novedosa de tirar del proyectil y no empujarlo desde la base sería perfeccionada en 1936 con el torpedo antiaéreo ALAS del capitán de artillería Félix Sacristán—.
Los resultados fueron desastrosos pues todos los toxpiros describieron movimientos erráticos, su precisión era escasa y suponían un peligro para el que los manejaba, de modo que los científicos y los periodistas allí convocados acordaron tácitamente omitir ciertos detalles hirientes sobre este ingenio fabuloso que durante cinco años mantuvo la ilusión de miles de españoles conmocionados por el desastre del 98.
Manuel Daza se trasladó a Sanlúcar de Barrameda donde continuó inventando hasta su muerte en 1915. Para siempre quedará el recuerdo de su cervantina historia, novelada por Azorín en La Voluntad, encarnado por «Quijano», un loco extraordinario que soñaba con hundir buques a punta de toxpiro.
Bibliografía
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